lunes, 3 de septiembre de 2012

“Pelota de trapo” recuerdo de un estreno: 10 de agosto de 1948 en el Metropolitan de Buenos Aires

Por Daniel Chiarenza

La síntesis de su guión es simple como una tarde en cualquier barrio: trata de las aventuras de un grupo de chicos de un barrio obrero, todos ellos –como arquetipos rioplatenses- enamorados del fútbol y cuyo sueño dorado es, en este orden, primero poseer una pelota de cuero para reemplazar al manojo de trapos con los que rellenaban una media y aprendieron los rudimentos del “fobal” en un potrero de los tantos que invadían la gran ciudad y los suburbios, aún; segundo, llegar a jugar en un club “grande”.

 
Descripción realizada por Daniel López en “Las grandes películas del cine argentino. Cincuenta títulos significativos”: “Subiendo despaciosamente, como con miedo, los escalones del inquilinato, Comeuñas penetra en la modesta habitación en que vive el Flaco: lo recibe doña Eulalia, la vecina diligente, que lo abraza, compungida. De la habitación contigua sale, sofocando el llanto, la madre de su amiguito enfermo. Detrás de ella, el médico, quien menea la cabeza de manera negativa. ¿Puedo verlo?, pregunta el visitante. Tras la afirmación descubre al Flaco, pálido y delgadísimo, tumbado en la cama. ¿Ganaron?, pregunta en un susurro. Comeuñas asiente con un gesto, al tiempo que alcanza la flamante pelota de cuero al doliente, quien la toma entre sus débiles manos, mientras en la banda sonora irrumpe, suave, una música celestial y la cámara se acerca a un primer plano de esas manitas que de pronto dejan deslizar la pelota, que cae al piso, repiqueteando un par de veces. La ventana se abre, mientras la música alcanza su climax y queda en pantalla sólo un retazo de cielo gris”.
 
Esa escena posiblemente sea la más emotiva, patética, desgarradora, emocionante y conmovedora del cine argentino. Fue imaginada por Ricardo Lorenzo (Borocotó) en un cuento que le sirvió de basamento al guión, pero fue la sensibilidad de Leopoldo Torre Ríos, la que la convirtió en memorable, por un logro tan prístino, de tanta pureza fílmica, con un tono cotidiano, sin grandilocuencias con que registró, sin tener el mal gusto de mostrar el rostro exánime de la muerte de un niño, hasta casi metafóricamente.

No resulta casual que Pelota de Trapo permanezca como una de las más grandes películas argentinas, considerándosela como una obra maestra. La síntesis de su guión es simple como una tarde en cualquier barrio: trata de las aventuras de un grupo de niños de un barrio obrero, todos ellos –como arquetipos rioplatenses- enamorados del fútbol y cuyo sueño dorado es, en este orden, primero poseer una pelota de cuero para reemplazar al manojo de trapos con los que rellenaban una media y aprendieron los rudimentos del “fobal” en un potrero de los tantos que invadían la gran ciudad y los suburbios, aún; segundo, llegar a jugar en un club “grande”. Este sueño sólo se le cumple a uno de los purretes, el Comeuñas, doblemente interpretado por Rodolfo Bocquel en su niñez y por Armando Bo en la vida adulta. Pero, como si estuviera pagando por un delito que no cometió y fuera un “angelito”, su carrera deportiva se verá tronchada por una afección cardíaca.
Fue inicialmente una producción de la Sociedad Independiente Filmadora Argentina, empresa que se mantuvo activa hasta 1980, popularmente conocida como SIFA, cuyo titular fuera Armando Bo, quien tuvo la idea de realizar esta película y la convicción exitosa de convocar a Torre Ríos para dirigirlo.

Eligió bien: de todos los profesionales disponibles en aquella época, él era, sin dudas, el más indicado por su sensibilidad a flor de piel y además por su facilidad para dirigir niños y extraer de ellos lo mejor de su espontaneidad.

Torre Ríos en la ocasión fue asistido por su hijo Leopoldo Torre Nilsson y además apostó a la presentación de una historia creíble y conmovedora. Como muy pocos de sus colegas (José “Negro” Ferreyra y Manuel Romero), elaboró un filme realmente popular y no una serie de golpes bajos subestimando a los posibles consumidores. Es la emoción que provocan las cosas simples de la vida, los pequeños hechos cotidianos que están lejos de modificar la rutina y, menos, la Historia. Pero ahí no termina, se encuentran otros valores: el sano sentido de la competencia deportiva, la descripción pintoresca y real de las cotidianidades de un barrio. Se encontraron productivamente en aquella afortunada encrucijada artística, la fotografía de Gumer Barreiros, actuaciones sencillas –exceptuando la teatralidad de Santiago Arrieta- y la espontaneidad de la barra de purretes, entre los que sobresalen Andrés Poggio (conocido después como “Toscanito”, apodo adoptado en esta película) y Rodolfo Bocquel. Armando Bo, el flojito protagonista, supo compensar sus debilidades actorales con una total entrega desbordada de sentimentalidad hacia su personaje.

 La película, en blanco y negro, rodada entre enero y marzo de 1948, tuvo una duración de 114 minutos.


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