lunes, 11 de abril de 2011

Adiós a un gran cineasta

Sidney Lumet (1924-2011), neoyorquino por excelencia.

 

Fue, mucho antes que Woody Allen, el cineasta neoyorquino por excelencia, aquel que siempre prefirió las calles de Manha-ttan a los estudios de Hollywood, el director que sin presumir de su categoría de auteur le dio al cine estadounidense un puñado de clásicos –desde Doce hombres en pugna hasta Tarde de perros, pasando por El prestamista y Sérpico– que se animaron a enfrentar no sólo a sus personajes, sino también a sus espectadores con incómodos, desafiantes problemas de conciencia. Prolífico pero nunca venal, Sidney Lumet –fallecido ayer a los 86 años, en la ciudad en la que nació y trabajó casi toda su vida– construyó un cuerpo de obra sin duda irregular, hecho de más de 40 películas, pero casi siempre muy personal, ajeno a las modas y los condicionamientos de la industria. Era un consumado director de actores y un cineasta de una poderosa fuerza dramática.

Como recordaba Peter Bogdanovich, Lumet no sólo era hijo de Nueva York, sino también “un hijo del teatro”. Siendo muy joven actuó en Broadway y antes de eso en los escenarios idish, a la edad de cuatro años. Esa experiencia le permitió alcanzar una compenetración extraordinaria con sus intérpretes que le fue muy útil para sus primeras experiencias en la televisión, allá por los años ’50, cuando por limitaciones técnicas un programa dramático todavía se emitía en directo, como un trapecista que se lanza al vacío sin red. De hecho, Lumet se convirtió en el mascarón de proa de un grupo de realizadores –Arthur Penn, John Frankenheimer, Martin Ritt, entre otros– que para las historias del cine pasó a denominarse “la generación de la televisión”, por su origen en los sets de TV.

Por cierto, su debut cinematográfico, la famosa Doce hombres en pugna (1957), protagonizada por Henry Fonda como el único, solitario integrante de un jurado que no está dispuesto a condenar a un hombre simplemente para poder irse antes a su casa, fue la réplica de una exitosa emisión televisiva que había dirigido originalmente Franklin J. Schaffner. Pero el dominio de todo el elenco y la precisión de sus planos le valieron a Lumet, ya en su debut, la primera de sus cuatro candidaturas al Oscar al mejor director. Como tantas otras injusticias de la Academia de Hollywood, nunca lo ganó, hasta que en 2005 le entregaron una estatuilla honoraria por el conjunto de su carrera, “un premio consuelo por tantos años de olvido”, como escribió Manohla Dargis en The New York Times. “Quería un Oscar, maldición, y creo que me lo merecía”, reconoció el propio Lumet.

Para su segundo largo, Ambición de gloria (1957), volvió a contar con Fonda, y para el cuarto, El hombre en la piel de víbora (1959), Lumet se dio el lujo, nada menos, de juntar a Marlon Brando con Anna Magnani y Joanne Woodward, para la adaptación de una pieza de Tennessee Williams, Orfeo desciende, escrita por su propio autor. Las versiones cinematográficas de grandes textos de la dramaturgia estadounidense se convertirían en su primera especialidad: a Panorama desde el puente (1962), de Arthur Miller, con Raf Vallone y Jean Sorel, le siguió Largo viaje de un día hacia la noche (1962), de Eugene O’Neill, con Katharine Hepburn, Ralph Richardson y Jason Robards. Pero su pulso auténticamente cinematográfico brillaría recién en Límite de seguridad (1964), una estupenda película de cámara protagonizada nuevamente por Henry Fonda, esta vez como un presidente estadounidense enfrentado a la crisis de un holocausto nuclear, en un momento particularmente sensible a ese tema, como lo prueba también el Doctor Insólito de Stanley Kubrick, estrenada ese mismo año.

El talento de Lumet como director volvería a manifestarse en El prestamista (1964), un tour de force para Rod Steiger como el conflictuado personaje del título, obsesionado con sus recuerdos como sobreviviente de un campo de concentración. Aquí Nueva York, particularmente Harlem, ya tenía –en la extraordinaria fotografía de Boris Kaufman, el mismo cameraman de Nido de ratas– una importancia fundamental. “En mis películas, las locaciones son personajes en sí mismos”, decía Lumet. “La ciudad es capaz de expresar toda la atmósfera de una escena.”

Otras películas importantes de este período fueron La colina de la deshonra (1965), con Sean Connery, y su versión de La gaviota (1968), de Antón Chejov, con James Mason. Durante los años ’70, Lumet alcanzaría algunos de sus mayores éxitos, tanto de crítica como de boletería: El gran golpe (1971) y Hasta los dioses se equivocan (1972), ambas con Connery; las famosas Sérpico (1973) y Tarde de perros (1975), ambas con Al Pacino; Crimen en el Expreso de Oriente (1974) y Poder que mata (1976), sobre guión de Paddy Chayefsky, corrosiva visión del mundo de la televisión, con Faye Dunaway, William Holden y Peter Finch.

De la década siguiente sobresalen Será justicia (1982), con Paul Newman; Daniel, el último testigo (1983), sobre el tristemente célebre caso Rosenberg durante la “caza de brujas” del macartismo, y dos notables películas policiales, en las que Nueva York vuelve a ser protagonista: Príncipe de la ciudad (1981), con Treat Williams, y Preguntas sin respuesta (1989), con Nick Nolte.

La despedida de Lumet como director no pudo haber sido mejor: en el 2007, a los 83 años, entregó uno de los mejores films de toda su carrera, Antes que el diablo sepa que estás muerto, un thriller seco y de-sencantado, que va creciendo hasta convertirse en una sangrienta tragedia de cuño shakespeareano. Hay mucho de misantropía en la visión de este film de Lumet, que no tiene nada de invernal ni de testamento. Es ciertamente la película de un cineasta en su madurez, que ve al mundo “como un lugar maligno” (así lo describe uno de sus personajes), pero que es capaz de expresar esa desilusión con una energía y una ferocidad sin atenuantes.

Luciano Monteagudo. Abril de 2011.

No hay comentarios:

Publicar un comentario