martes, 10 de junio de 2014

El Príncipe Mendigo, naufragio en Bagdad

Por Urania Berlin en LQSomos*
Existen, no muchas, versiones del cine clásico de aventuras utilizando como motivo el exotismo del lejano Oriente ya sea en las fantasías de los cuentos fabulados de Las Mil y una Noches (Sabu, MariaMontez), las andanzas de un aventurero perdedor con vibrante sentido del humor (Simbad el Marino, Douglas Fairbanks Jr., MaureenO’Hara), la hechizante El Ladrón de Bagdad (nuevamente Sabu, ConradVeidt) o esta misma de El Príncipe Mendigo, de 1944 (Kismet, en su título original). Fastuoso vestuario y lujoso colorido en technicolor de la mejor ley eran virtudes que adornaban a este tipo de películas tal vez sobresaliendo demasiado por encima de sus méritos narrativos, que tampoco es que fueran superlativos precisamente (al menos en la de esta reseña), al contrario que otras enérgicas aventuras de espadachines que estaban localizadas geográficamente en otros escenarios del planeta, por ejemplo, en el Caribe o en la Europa del medievo (Robin Hood).


El problema (o los problemas) de este Príncipe Mendigo son varios y de diversa índole. Comenzando por un guión soso, lineal y, a ratos, soporífero y terminando por unos actores poco afortunados, por no hablar del encorsetamiento postizo adjudicado a otros (Marlene Dietrich). Si el ya comentado vestuario y fotografía son lo único reseñable de este film (que es decir poquísimo), además del comienzo de la película a modo de relato breve de cada uno de los personajes que intervienen en la misma, el resto es desechable. Ni me entra el papel de Ronald Colman haciendo del mendigo Hafiz, un tipo procedente de los arrabales de Bagdad dispuesto a conquistar a la nada creíble Marlene Dietrich como princesa y mujer del Visir (Edward Arnold), ni tampoco el de Califa en manos de un anodino James Craig, directamente para llevarlo al matadero. Ronald Colman tuvo mejores días haciendo papeles similares (El Prisionero de Zenda, 1937). Edward Arnold (el Gran Visir) interpreta a un villano, pero más parece Chiquito de la Calzada con una perenne sonrisa en la boca que un tipo que infunda algo de “respeto”. Si eres un jodido malvado (aunque tengas un poso irónico en tu actuación) sueles sonreír muy poco.

Marlene Dietriches punto y aparte. Hace de la princesa Jamilla y aunque le meten con calzador el personaje de una “griega” perdida en el califato iraquí, nunca acabas de creértelo y menos con esas “pintas” de insulsa princesa arábiga, peinado estrambótico incluido. El baile que se despacha a lo “Salomé” y su danza de los siete velos es verdaderamente olvidable. Dietrich, cuyo atractivo andrógino nunca me sedujo, da la sensación de ser una germanota aria perdida en un laberinto de minaretes y muecines. Los números musicales (que ya de por sí les tengo manía persecutoria) son para olvidar a toda pastilla al igual que unas bailarinas que son de todo menos exuberantes y lujuriosas jovencitas persas.

A esta película le falta impulso romántico, el factor sorpresa de un relato que es plano, la química y sensualidad de los artistas, la fascinación, en definitiva, por una historia que está mal que bien contada y cogida entre alfileres, salvo muy esporádicos momentos que no alcanzo a recordar. El director William Dieterle tuvo cosas bastante más decentes (o sobresalientes) en su haber (Ciudad en Sombras, Juárez, Esmeralda la Zíngara..) que este aburrido escaparate de pintura multicolor.

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