El historiador Juan A. Ríos Carratalá recupera en El tiempo de la desmesura' los rodajes más insólitos y las películas malditas de la Guerra Civil española.
Por Carlos Prieto (Diario Público)
Se abre el telón y aparecen un cineasta de la CNT y una vedette desnuda metida en una jaula. El director grita acción. Entran en escena un domador, un boxeador y un par de leones. Y la diva se echa un bailecito junto a las fauces de los felinos. ¿Cómo se llama la película? Carne de fieras. Bienvenidos al estrafalario mundo de los rodajes españoles durante la Guerra Civil, fenómeno analizado por Juan A. Ríos Carratalá en El tiempo de la desmesura, ensayo que publica ahora la editorial Barril & Barral.
Ríos, catedrático de la Universidad de Alicante y especialista en la historia del teatro y el cine en España, analiza en el libro las tribulaciones de tres rodajes Carne de fieras, El genio alegre y Rojo y negro porque "son tres películas malditas de nuestro cine. Todas tienen algo en común: la desmesura de aquel tiempo. En estas historias todo es exagerado y tremendo. El simple hecho de rodar una película en esas circunstancias se convirtió en una locura", explica Ríos a Público.
El filme salió adelante gracias al ardor sindicalista de la CNT
El negocio de los desnudos
Dentro de este clima hiperbólico sobresale por méritos propios Carne de fieras. Por un motivo muy sencillo: era un proyecto bizarro por sí mismo, sin necesidad de que viniera la guerra a disparatarlo más.
Su impulsor fue un avispado empresario catalán llamado Arturo Caballero. El hombre se había quedado extasiado tras ver actuar en el madrileño Teatro Maravillas a la starlette francesa Marlène Grey. "Provista de un tanga como única defensa, la mujer danzaba en una jaula de leones cuya voracidad era mantenida a raya por un domador circunspecto", cuenta Ríos sobre una función que se repetía entre 10 y 14 veces al día en sesiones de 20 minutos y que había pasado antes por el Circo Price.
Carne de fieras' se adelantó a su época con sus dosis de erotismo
A Caballero, propietario del cine Doré, actual sede de la Filmoteca Española, se le iluminó la bombilla. Aprovechando la permisividad de la República ¿por qué no rodar un filme sobre la bailarina rubia y su minino juguetón? El empresario contrató como director al valenciano Armand Guerra, un militante cosmopolita de la CNT que alternaba películas anarquistas con trabajos alimenticios. Guerra había rodado el cortometraje revolucionario La Commune!, estrenado en París en 1914 y producido por una cooperativa anarquista, pero también productos más convencionales para la UFA alemana.
"Era un encargo oportunista. Caballero le propuso rodar deprisa y corriendo una película en torno a la función. Y Guerra lo afrontó desde el pragmatismo: era una historia menor que apenas le interesaba más allá de las treinta mil pesetas del contrato como director, guionista e intérprete", razona el ensayista.
Trabajo para todos
"El simple hecho de rodar en esas circunstancias era una locura"
El rodaje de Carne de fieras arrancó en los jardines del Retiro el 16 de julio de 1936. Sí, mala fecha. Dos días después, a Armand Guerra le salió la bestia revolucionaria que llevaba dentro. Con la Guerra Civil en marcha, el director persiguiendo fascistas por ahí y el productor asegurando que no tenía más dinero, el rodaje parecía tener los días contados. Pero, contra todo pronóstico razonable, la CNT llegó al rescate.
"La dirección de la CNT recomendó a Armand Guerra que culminara su trabajo en el largometraje para no dejar en la estacada a los artistas y técnicos contratados. La CNT tenía entonces una fuerza tremenda en el mundo del espectáculo", cuenta Ríos.
La organización ácrata destacaba por un ardor sindical a prueba, literalmente, de bombas. En el libro se menciona un ejemplo contundente: la política de contrataciones del cine Avenida de la Gran Vía en 1938. La sala contaba con un representante, un contador, un jefe de cabina, un operador, un ayudante de cabina, dos taquilleras, un conserje, un sereno, dos porteros, un ordenanza, un encargado de limpieza, una mujer de lavabo, un electricista, un tramoyista y, como traca final, ocho músicos y once acomodadores. Y dos huevos duros, cabría añadir.
Pese a que todavía no habían empezado los bombardeos sobre Madrid y reinaba la euforia tras la victoria en el cuartel de La Montaña, el rodaje de Carne de fieras acabó desmadrándose. Parte del equipo técnico tuvo que marcharse al frente. Y los leones empezaron a morirse de hambre debido a las restricciones de alimentos. Ningún problema: la CNT movilizó al gremio de la alimentación para conseguir carne fresca para los felinos. El sindicalismo, desde luego, ya no es lo que era.
En septiembre de 1936 acabó un rodaje "cuyo único objetivo era terminar como fuera, porque había otras urgencias", razona Ríos. "No era un tiempo para los melodramas sentimentales con final feliz. La guerra había dado un vuelco a la realidad. En medio de tanta violencia y temores camuflados de entusiasmo, nadie se preocupaba de una película destinada a sacar provecho de la expectación causada por un desnudo. Ni siquiera Arturo Caballero, el desconcertado empresario que consideraba su inversión como un impuesto revolucionario", añade.
A finales de septiembre Armand se fue pitando a rodar documentales propagandísticos en la primera línea de frente. El montaje final de Carne de fieras quedó en manos de su ayudante de dirección, Daniel Parrilla, obligado a unir las piezas de una trama sin desperdicio. La mujer de un boxeador se lía con un cantante de cabaré con ínfulas de barítono. El púgil se consuela adoptando un huérfano y ligando con una vedette especialista en contonearse desnuda en una jaula.
En efecto, un delirio, aunque no exento de chicha histórica, según el historiador Román Gubern. "No puede pasarse por alto su sorprendente permisividad erótica para el año 1936, en una época en que eran muy raras, incluso en las cinematografías más avanzadas, las exhibiciones anatómicas tan francas y prolongadas". "Armand Guerra, en aquellos días revueltos, filmó al margen de una censura que imaginaba desaparecida", apunta Ríos.
Arturo Caballero intentó estrenar la película acabada la guerra. Como el franquismo no estaba preparado para ver a una domadora desnuda, el productor barajó la posibilidad de pintarle un bikini, aunque lo descartó por problemas de presupuesto. El muy inconsciente tuvo suerte: la cosa no estaba ni siquiera para bañadores de dos piezas. Aún habría que esperar 20 años para ver a una actriz en bikini.
Los españoles, pensaban algunos, no estaban preparados ni para eso ni para muchas otras cosas. Según Ríos, la censura también "podría haber incluido en su memorial de agravios la presencia de una esposa adúltera, un divorcio consumado de mutuo acuerdo y un protagonista dispuesto a convivir maritalmente con una mujer que, además de exhibirse desnuda, mantiene relaciones con su compañero de trabajo, un domador que acepta su suerte con la resignación de un hombre de mundo. Carne de fieras estaba sentenciada de antemano".
Los rollos del filme, guardados en el cine Doré, acabaron en el Rastro, donde los compró un coleccionista. La película fue restaurada por la Filmoteca de Zaragoza, que la estrenó el 15 de septiembre de 1991. Cinco décadas perdidas. Sin carne y sin todo lo demás.
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