domingo, 20 de noviembre de 2011

Dulces tiempos: el cine maldito de la Transición

José Luis López Sangüesa*

En tanto la cultura de la Transición forjaba su particular consenso cinematográfico, se recurría también a una cierta discriminación de lo que podríamos entender como cine incómodo.

Las raíces de la situación presente, en lo que a políticas del cine español se refiere, estriban también en los oscuros ‘70. ¿Cuáles eran las películas y corrientes cinematográficas más o menos empujadas al fracaso, y por qué?

Ficciones contestatarias
Un ejemplo de cine incómodo en la época de la Transición lo constituirían aquellas ficciones que no podían ser incluidas en un discurso de reconciliación. La verdad sobre el caso Savolta (1980), de Antonio Drove, era una plasmación del pistolerismo catalán anterior al régimen de Primo de Rivera.

Creando mecanismos de distanciamiento heredados de Brecht, Drove nos presenta un microcosmos social de escucha, vigilancia y astucia a través de composiciones de grupo en profundidad de campo, y grúas que saltan sobre los muros, y nos conducen de uno a otro término del espacio escénico. Las opciones narrativas de Drove –su planificación, que nos implica o distancia del relato en función de elecciones morales y políticas–, nos llevan, indefectiblemente, a participar en la narración. La atmósfera sucia y virulenta nos sacude y compromete. De la eficacia política del film da cuenta el hecho de que el productor se lo arrebató brevemente a Drove. Al cabo del tiempo, este pudo recuperarlo, y lo terminó en régimen de cooperativa.

Anterior a este valiente exabrupto, es Con mucho cariño (1977), de Gerardo Hernández. Se trataba de un retrato al vitriolo de la familia burguesa, ello a través de cuadros de grupo, que alguien ha emparentado con Berlanga, y de otros planos estáticos, algo menos distantes, pero igualmente intrusos, de situaciones íntimas y conversaciones privadas. La película fue recibida por la Comisión de Calificación con este veredicto: “Muy aburrida”. En consecuencia, apenas se distribuyó, y arruinó la primeriza carrera de su director.

Por su parte, Con uñas y dientes (1978), de Paulino Viota, era un implacable, y también brechtiano, relato –con contaminaciones de cine popular: thriller, erotismo, violencia– sobre luchas laborales ahogadas por métodos sucios y violentos.

No eran blandipornos
En plena época de la clasificación S (“películas que hieren la sensibilidad del espectador”), son relegadas a un gueto de blandipornos y gores, películas que poco o nada tienen que ver con el grindhouse ibérico. Un ejemplo esclarecido es Frente al mar (1979), de Gonzalo García Pelayo, retitulada, con gran olfato comercial, Intercambio de parejas frente al mar. Se trataba de una propuesta fílmica espontaneísta y anárquica, sobre un grupo de parejas sevillanas que deciden intercambiarse. La ficción, intencionadamente desaliñada, obligaba a participar al espectador a través de planos subjetivos y semisubjetivos, cámara al hombro, y largos soliloquios y reflexiones.

Otro ejemplo era el brutal cortometraje Post Mortem (1977), del solitario francotirador Ismael González. Metáfora sobre fascismo y consumismo, contraponía una autopsia, imágenes del nazismo y rebaños y muchedumbres aglomeradas frente al Corte Inglés, con viejos carteles antifascistas, y manifestaciones libertarias.

Otra alegoría de González sobre el fascismo sería la estrambótica y desangelada Yo amo a Hitler (1983), largometraje también camuflado de blandiporno. Por su parte, Manderley (1980), de Jesús Garay, era una cinefílica y onírica plasmación de la marginalidad homosexual. La película se basa en un juego de espejos, que son formalización del desdoblamiento “hombre-mujer” del protagonista. Es un drama de automarginación recluida, irreal y soñadora, que sufre y goza ante un público íntimo.

Asimismo, el sempiterno francotirador Jesús Franco realizaría, también bajo el paraguas de la S, el destructivo melodrama La casa de las mujeres perdidas (1982), burla sardónica y antifamiliarista, que disparaba sobre la doble moral del espectador de blandiporno. Esperpentos y humor negro Tampoco el trazo despiadado de los herederos fílmicos de Valle-Inclán solía tener mejor suerte.

Así se explica la brevedad de la interesante carrera cinematográfica del muy negro humorista Chumy Chúmez. En Dios bendiga cada rincón de esta casa (1977), la señora difunta, “aunque ausente, estará siempre presente”, afirma la criada sarmentosa castellana de la mansión, Lola Gaos (en la foto). La violencia de este continuismo cadavérico se refleja en los brochazos de ingenio lacerante de los diálogos, y también en la agresividad de la realización: el largo travelling hacia atrás, cámara al hombro, de la criada chantajista, acorralando a la nueva señora de la casa... Y también a nosotros, obligados amantener lamirada en un plano secuencia de memorable intensidad.

No menos violenta era ¿Pero no vas a cambiar nunca, Margarita? (1978), última realización de Chúmez, que narraba el acoso y destrucción, ejercidos por el orden hogareño y moral contra un ser puro.

Otro ejemplo de esperpento marginado sería Paco el seguro (1979), del actor francés Didier Haudepin, un negruzco y solanesco drama –primer papel serio de Alfredo Landa– de un costumbrismo sexual y escatológico que bordea lo buñueliano. O también la zarzuela rural, caricaturesca, desencajada y descoyuntante, ¡Bruja, más que bruja! (1976), de Fernando Fernán- Gómez y el otro gran guionista del esperpento cinematográfico español: Pedro Beltrán. Sin embargo, probablemente la obra palmaria de este valleinclanismo fílmico marginal fuera Los fieles sirvientes (1980), de Francesc Bellmunt. El ama y los sirvientes han de preparar un gran banquete para los señores, que “están al llegar.” La víspera ha habido elecciones. La casa de la película tiene muy poco de adulación a la clase trabajadora: es un inframundo de poder y envidia. Un lugar enclaustrado y cabalístico que mira hacia afuera con recelo. La España de los ‘70.

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