Sara Montiel. María Antonia
Alejandra Isidora Elpidia Abad Fernández.
Demasiados
nombres para la niña nacida en Campo de Criptana el día 3 de marzo de 1928 en
familia de escasos recursos económicos que durante los años de escasez de la
guerra y la posguerra, con su hermana tenía que robar lechugas de los huertos,
o comer raíces que les causaban fuertes dolores de tripa.
En
plena guerra civil, con solo nueve años padece la difteria, lo que la deja sin
dientes y le afea la sonrisa que intenta ocultar por vergüenza.
Su
madre era peinadora a domicilio y su padre gañán en una casa de posibles, donde
la niña empezó a interesarse por la pintura en unos cuadros que colgaban de las
paredes, y que con el tiempo descubrió que eran “grecos” y “goyas”, ya que no
supo leer ni escribir hasta que con veinte años la enseñó León Felipe en
México, donde la había mandado su primer “maestro”; Miguel Mihura, que en un
cuaderno de escritura le había enseñado a hacer “palotes”.
Contaba
Terenci Moix, devoto de las folklóricas, que María “La peinaora” y el “gañan”
fueron de viaje de novios a Madrid por su afición a la música y al teatro,
yendo a parar al espectáculo de Celia Gámez, (Nuestra Señora de los Buenos
Muslos), llamado “El gol”, donde la vedette lanzaba un balón al público y el
que lo cogía estaba invitado a tomar una copa de champán en el camerino con la
actriz, y que en esta ocasión le sucedió a su padre. Corría 1925 y es posible
que ahí empezara a gestarse el futuro de la niña que vendría al mundo 3 años
después con 7 kilos de peso.
Cuando
su familia se traslada del pueblo buscando fortuna, Vicente Casanova que la vio
en la Semana Santa de Orihuela cantando una saeta, la convence para que participe
en un certamen de actrices noveles, que gana por su asombrosa belleza, y
mientras recibe instrucción básica de declamación y canto, consigue su primera
intervención en el cine con “Te quiero para mi” (Ladislao Vajda 1944) con el
nombre artístico de “María Alejandra”, que poco después bajo la tutela
artística de Enrique Herreros cambia por el de Sara Montiel: “Sara” por el
personaje bíblico, y “Montiel” por el nombre de los campos que circundan su
tierra natal.
Se
marcha a México en busca del protagonismo que le negaba el cine español, y allí
lo encontró además de un gran prestigio, llegando a trabajar en “Vera Cruz” con
el mismísimo Gary Cooper.
León
Felipe (Felipe Camino Galicia), el poeta farmacéutico, fue su principal valedor
en aquellas tierras. La llamaba “pies bonitos” por su caminar cautivador por el
suelo mexicano, donde había llegado aquel zamorano de Tábara en 1938 en
representación de la República, para dar a conocer la heroica lucha que
mantenía el pueblo español contra los golpistas de Franco.
Fue
cantante de cuplé y boleros y aunque no se pueda decir que cantaba como los
ángeles, de lo que nadie duda es del magnetismo de aquella boca envuelta por el
humo de aquellos tremendos puros que la había enseñado a fumar Ernest
Hemingway, y que dejó una imagen imborrable mientras cantaba “Fumando
espero”.
Mujer
de vida “escandalosa” en las formas y en los modos, que decía que le llegaron a
tirar piedras e incluso llamarle “puta”, por llevar unos vaqueros ceñidos
cuando volvió de EEUU casada por lo civil. Cosa que creemos a pies juntillas si
se ve la práctica histérica de la moral en muchos puntos de este país aun en
estos momentos pasándose el derecho a la libertad ajena por el arco del
triunfo.
Si
se mira la lista de maridos, amantes y admiradores es de justicia reconocer que
algo tuvo que tener esta mujer vapuleada y ridiculizada por la “prensa del
corazón”, para cautivar tantos artistas, políticos e intelectuales durante tan
largo espacio de tiempo. Dice una página anónima que fue capaz de enamorar a
millones de personas de diferentes generaciones, y yo diría que lo sigue
haciendo cuando se ven sus trabajos pretéritos.
En
un molino manchego hay una especie de museo donde habitan todos los carteles de
sus películas y alguna cosa más que la recuerda.
En
la mañana de hoy lunes 8 de marzo de 2013, ha fallecido en su domicilio del
Barrio de Salamanca tras sufrir un desvanecimiento del que no ha logrado
recuperarse. Sirva este repaso de algunos de sus trabajos a modo de pequeño
homenaje póstumo de reconocimiento.
En
“Mariona Rebull” (José Luis Sáenz de Heredia 1946) da vida a Lula Yepes, la
bailarina del “San Le Cler” madrileño, que toma el tren donde viaja de vuelta a
Barcelona Joaquín Rius (José María Seoane), dando a entender que por la
relación mantenida durante unos días con el hombre, que puede hacerse un hueco
a su lado.
Entuerto
que tajantemente queda aclarado cuando le da a entender que no es así, aunque
le impide bajar del tren cuando las lágrimas asoman a sus ojos, haciéndola
compañera de viaje y descargando en ella la historia que lo mantiene ajeno al
mundo desde que enviudó.
Muchos
años después, cuando la exuberante artista vuelve a Barcelona contratada por el
“Trianón” y el “Salón Japonés”, el hombre, canoso y avejentado, se ilusionará
intentando retomar la relación donde la dejara entonces. Encontrándose ante una
guapísima mujer que no lo reconoce en primera instancia, manteniendo después en
el Café Ideal, tras las flores y la tarjeta de cortesía, una conversación que
sin llegar a ser fría, marca perfectamente las distancias con el repetitivo
“usted” con que la mujer se dirige al empresario.
En
“Locura de amor” (Juan de Orduña1948) es
la princesa mora “Aldahara” nieta de Boabdil “El chico” e hija del “Zagal”
(contradicción histórica ya que Boabdil era sobrino de “El Zagal”). A cuyo
estreno no pudo asistir, ya que estaba ingresada en el Hospital San Rafael con
tuberculosis.
Una
mora guapísima que se enfrenta a histérica Juana la Loca encarnada por una
jovencísima Aurora Bautista.
En
“La mies es mucha” (José Luis Sáenz de Heredia 1949) es Guyerati, la hija de
Rameni (Santiago Rivero), el indígena de Kuttak que consiente abrazar el
catolicismo si el Padre Santiago (Fernando Fernán-Gómez), logra salvar a su
otra hija que ha sido mordida por una serpiente.
Ante
la ineficacia clínica del misionero y la escasez de medios a su alcance la
joven muere, y como venganza Rameni prohíbe a Guyerati el matrimonio con Mauro
(Antonio Almorós), el hindú convertido al cristianismo, que ha de abandonar por
conservar a la muchacha. Pero las campanas de la iglesia lo devolverán a Cristo
en Nochebuena para ayudar en la Misa del Gallo a sabiendas de lo que conlleva
la decisión.
Mientras
tanto por la insalubridad de las aguas pantanosas que los circundan se ha
desatado una epidemia de cólera que afecta a la tribu de los Khondos, que en su
huída invaden la misión de Kattinga contagiando a algunos de su habitantes,
entre ellos a Rameni, al que ahora si logrará curar el Padre Santiago a costa
de su propia vida, al que prometerá en su lecho de muerte convertirse al
cristianismo y permitir la boda de Mauro y Guyerati.
En
“El Capitán Veneno” (Luis Marquina 1950) es Angustias, morena de veinte abriles
que vive con su madre en el número 15 de la madrileña calle Preciados, en cuya
puerta una noche de revueltas contra la reina Isabel II cae herido Jorge de Córdoba,
(Fernando Fernán-Gómez) militar de infantería conocido en todo Madrid como “El
capitán veneno” debido a lo intratable de su carácter, al que a su pesar tiene
que salvar y recoger en su casa durante algún tiempo hasta que cure las
heridas.
Inconsciente
de la situación de ruina en la que viven desde la muerte de su padre, el
General Barbastro, carlista represaliado cuya dignidad trata de restablecer su
madre mediante abogados, sin lograr conseguirlo con muerte inesperada. Por lo
que pone a su hija en manos del Capitán Veneno, al que ha confesado en el lecho
de muerte la situación en que se encuentran y solicitando sus cuidados para la
joven, que a pesar de evitarla en la medida de lo posible, termina rendido a
sus encantos y casándose con ella.
En “El último cuplé” (Juan
de Orduña 1957) es María Luján, la cupletista deteriorada que Juan Contreras
(Armando Calvo) encuentra en “El molino rojo” del paralelo barcelonés a
mediados de los años 50, para fundiéndose en un emocionado abrazo, recordar
otros tiempos a principios de la década de los veinte cuando las cosas eran de
otra manera.
María aún no tenía 20 años
cuando recorría de mano de su tía Paca (Matilde Muñoz Sampedro) los teatros
madrileños ejerciendo como corista que no quería perder la honradez, por estar
enamorada de un relojero de 19 que fue capaz de robar en el taller para apañar
los cien “duros” que precisaba su tía para verla “prosperar”. Lo que llevó al
uno a la cárcel y a la otra a una vida más cómoda, que de nuevo envió al
relojero a la catástrofe al venderse para ocupar el puesto de un soldado
destinado en África.
Juan la hace primera
figura del cante y juntos recorrerán los mejores teatros nacionales y
extranjeros, entre lujos y joyas cada vez más caros y más frecuentes.
Hasta que una tarde de
toros se cruza en su camino Pepe Molina (Enrique Vera), un espontáneo que salta
a la plaza y ella le paga la multa, por lo que cuando la visita para
agradecerle el gesto, le cantará para el solo y lo hará su amante en detrimento
de Juan, al que estima pero que nunca quiso.
Con su ayuda y su toreo
Pepe triunfará en el mundo entero e irá a verlo por primera vez cuando debuta
en Madrid, donde lo mata un toro ante su barrera. Esa noche en el teatro le
dedicará “El relicario”, siendo tal la congoja que siente que su corazón se ve
afectado por la emoción, teniendo el médico que recomendarle descanso.
París y sus casinos serán
testigos de su ruina y su entrega a la bebida hasta terminar en bares
portuarios. Desde allí, al término de la guerra europea siente la necesidad de
volver a Barcelona, donde la encuentra Juan para recomenzar la historia.
En pocos días, llevada por
mano diestra e influyente volverá a ser primera artista de cartel, pero
abrumada por el cariño que le muestra el público tras cantar “Nena”, sufrirá un
desvanecimiento sobre el escenario que obligará a retirarla tras las bambalinas
mientras atronadoramente suenan los aplausos que le tributan. Su corazón no
resistirá tanta emoción y morirá en brazos de Juan, el que se ve en la
obligación de salir al escenario para anunciar que María Luján ha cantado su
“ultimo cuplé”.
Dicen
que la película fue un fracaso económico para Orduña, pero sin lugar a dudas
todo un escaparate para la actriz, que a pesar de que la censura cercenó casi
media hora de las dos que duraba, logró, más que por las once canciones, por la
forma en que las cantaba, constituirse en uno de los más preciados “objetos de
deseo” y conseguir algunos contratos para cometidos similares.
Dice
mi paisano Eslava Galán en su “De la alpargata al seiscientos” que al borde de
la ruina, “Producciones Orduña Films” vende la película a la competencia:
Cifesa, que la estrena en el cine Rialto de Madrid el 6 de mayo de 1957 sin
demasiadas esperanzas, ya que para recortar gastos se había rodado con tan
escaso presupuesto, que ni se pudo contar con Lilián de Celis para doblarla en
las canciones, por lo que durante el estreno cuenta que en el patio de butacas
se escucharon algunas risas coincidiendo con los momentos más dramáticos. Poco
debió importar al respetable que debió transmitir algo más que la calidad
musical del producto, ya que la avalancha fue tal que permaneció en la
cartelera más de un año.
“La
violetera” (Luis César Amadori 1958) es junto a “El último cuplé” el otro de
sus más identificativos trabajos. Un proyecto ambicioso que cuenta con un
reparto importante encabezado por ella misma junto con Ana Mariscal y el
calabrés Raf Vallone, aquel futbolista del Turín que dejó las retransmisiones
deportivas en la radio para hacerse el joven proletario rebelde de “Arroz
amargo” junto a Silvana Mangano.
Muestra
la historia el Madrid del último día del siglo XIX, donde los encargados
municipales encienden los faroles de gas mientras que cuadrillas de chiquillos
con panderetas cantan villancicos alusivos al nuevo siglo por llegar, y en la
puerta del Teatro Apolo, Soledad Moreno (Sara Montiel) prende violetas por un
real, en la solapa de los caballeros que bajan de sus carruajes para contemplar
la función. Poniendo en evidencia al resto de vendedoras, que con alelíes,
claveles y camelias, no logran arrebatarle un solo cliente, surgiendo la pelea
callejera cuando por rivalidad le exigen que abandone la acera de la calle
Alcalá.
Allí
la verá por primera vez el aristócrata Fernando Arlés (Raf Vallone), que esa
misma noche la volverá a encontrar en el “Salón Bolero” asistiendo a su amiga
Lola, con un puntero que aleja a los hombres de manos largas del escenario
donde canta.
Por
ella Fernando se peleará puñetazos poco antes de que se inicie como cantante al
sustituir a su amiga que no quiere cantar “El polichinela”.
Un
año de apasionado romance que apartará a Fernando de su familia que intenta
obligarle a comprometerse con la Condesa de Blasy (Ana Mariscal), y a la
violetera de toda actividad que no sea esperar su amado. Con el que acude por
vez primera a fiesta pública empujada por sus ruegos, donde las lenguas se
desatan ante la aparición de la florista, por la que tras la discusión con su
hermano (Tomás Blanco) y la afirmación de éste de que no quiere verlo más,
decide casarse con Soledad en Granada ajeno a toda conveniencia. Pero en cuanto
salen de la fiesta su hermano se enfrenta con el deslenguado que le falta el
respeto, y acepta el duelo a pistola que en la madrugada lo llevará a la
muerte, y a Fernando arrepentido a romper con Soledad para cumplir los deseos
de su hermano y casarse con Magdalena.
Mientras
el uno se refugia en la política de mano de su esposa, la otra lo hará en la
bebida y en la soledad del “Salón Bolero”, donde la encontrará un empresario
francés de nombre Henry Bernard (Frank Villard), y abatida se la llevará de
España para hacerla triunfar por los escenarios europeos.
En
la cima de la popularidad emprenderán rumbo a América como pasajeros de Titánic
para debutar en Brodway, pero un iceberg a la deriva acaba hundiendo a la
“insumergible” nave bajo las aguas del Atlántico la noche del 15 de abril de
1912, llevándose en su viaje a las profundidades al francés y permitiendo
sobrevivir a la cantante, que tras ocho meses de hospitalización, arruinada y
con la voz rota, deambula de teatro en teatro en busca de trabajo que no
llegará, y que otra Nochevieja la devolverá a los orígenes del Salón Bolero,
donde vuelve a encontrar a Fernando que ni un solo momento ha dejado de pensar
en ella. En él se abrazan para esperar la llegada del nuevo año, como muchos
años atrás lo hicieron para esperar el 1900.
En
“Carmen, la de Ronda” (Tulio Domicheli
1959), inspirada en la “Carmen” de Prosper Merimé, desvirtuada por la
pluma de Alfonso Sastre y reconvertida en guión cinematográfico por el
donostierra José María Arozamena, el maestro nacional que le hacía los libretos
para las revistas a Celia Gámez, es Carmen, la cantante de cafetín que en 1808
en plena resistencia popular contra las tropas invasoras de Napoleón, se
enamora a la vez de un guerrillero español (Jorge Mistral) y de un sargento
francés (Maurice Ronet).
Historia
de amor y celos que llevará a Micaela (María de los Ángeles Hortelano) a la
delación del guerrillero Antonio, teniendo que huir el segundo herido a la
sierra tras matar a su capitán, junto al que morirá la tonadillera por las
balas francesas al no haber podido salvarle tras mover sus influencias
artísticas y políticas.
En
“Mi último tango” (Luis César Amadori 1960) es Marta Andreu, la hija de un
empresario de compañía de opereta obligada a sustituir en el último momento a
la cantante enferma, por lo que inevitablemente triunfa en Buenos Aires y
consigue el amor de otro empresario de gran calado.
Para
dar fuerza al drama quedará ciega al borde del altar cuando se declara un
incendio en el teatro. Aunque esta vez los guionistas decidieron salvarla y
dignificarla, ya que hasta que no recobró la vista no se casó con el
magnate.
En
“La bella Lola” (Alfonso Balcázar 1962), inspirada en “La dama de las camelias”
de Alejandro Dumas, es Lola, la cupletista enamorada de un aristócrata (Antonio
Cifariello) pero obligada por su madre (Luisa Mattili) a volver con el amante
conveniente (Frank Villard).
Con
la vida pagará sus pecados y a su lecho de muerte acudirá Javier sólo un
momento para la comprensión y el perdón.
“Tuset
Street” (Luis Marquina 1968) es un intento ambicioso de modernizar el cine
español en un marco europeo tan convulso en este año, por lo que se convoca a
lo más representativo del cine barcelonés y madrileño y se localizan
reconocibles lugares frecuentados por artistas e intelectuales para su
desarrollo, incluso se contrata al francés Patrick Bauchau para dar la réplica
a Sara Montiel, la causante del desaguisado según Augusto M. Torres en su
“Diccionario Espasa del Cine Español”, ya que intentó imponer sus condiciones
de diva con canciones y primeros planos que Jorge Grau (el primitivo realizador)
no compartía, y que asumió Luis Marquina que firmó al final el trabajo.
Una
historia un tanto inconsistente donde un arquitecto joven apuesta con un amigo
en una noche de cabaret, que logrará conquistar los favores de Violeta Riscal
(Sara Montiel), la cantante del “El Molino” a la que la casualidad le ha puesto
en “Bocaccio”, el local de moda barcelonés frecuentado por la “gauche divine”.
Quizá
lo más destacable es el debut de la que poco después sería la musa de todo
aquel movimiento: Emma Cohen cuando aun era conocida con el seudónimo de Emma
Silva.
En
“Cinco almohadas para una noche” (Pedro Lazaga 1974) es Ana, la hija de Rosa
López, “La Esmeralda”, la cantante que en el verano de 1936, al comienzo de la
guerra, mientras cumplía con sus obligaciones artísticas en el Balneario de
Fuencaliente, yació en el lecho con cinco hombres de diferente condición y
tendencia de donde salió la hija que ahora los reúne en la finca “La escondida”
con el propósito de saber cual de ellos es su padre, ya que no quiere caer en
el incesto al estar enamorada del hijo de uno de ellos.
* Autor de “El cine español: algo
más que secundarios (Más allá de la ficción)
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