Jesús Ruiz Mantilla*
Hubo un tiempo en que Luis Buñuel estaba convencido de que jamás volvería a rodar una película. Fueron los años duros del primer exilio en Estados Unidos, recién acabada la Guerra Civil, cuando a la diáspora de las generaciones más brillantes de artistas, científicos, políticos e intelectuales españoles no les quedó otro remedio que esparcirse por el mundo en busca de lugares donde plantar raíces perdidas.
Pero a falta de equipos técnicos, actores con mayor o menor rango de estrella, dinero e historias más o menos sorprendentes que contar, el genio surrealista se las arregló con un tomavistas para rodar en la intimidad a su familia y amigos. Aquellos planos robados y rudimentariamente improvisados de sus dos hijos; su esposa, Jeanne, o amigos como Juan Negrín y Rosita Díaz Gimeno, han aparecido ahora, gracias a la labor de Javier Herrera, bibliotecario y experto en el cineasta, en la Filmoteca Española.
Muestran al Buñuel más íntimo, más cercano y familiar, el padre y el amigo, pero también al hombre que arrancaba a veces a duras penas sonrisas, juegos de mesa y horas de esparcimiento en casas de campo prestadas. No había ni rastro de aquellas imágenes, pero se supo que estaban rodadas y en alguna parte perdidas, tal y como recoge el catálogo de la exposición ¿Buñuel! La mirada del siglo, que tuvo lugar en el Reina Sofía de Madrid en 1996.
Años después, revolviendo entre los legajos, los libros, los cuadernos, las cartas, los tricornios y las pelucas que llegaron en cajas a la Filmoteca como legado del artista, Herrera ha hallado estos planos reveladores y los ha diseccionado para entender algo más los vericuetos de un personaje tan fascinante como misterioso.
Son ocho minutos rodados en su apartamento de la Calle 83, en Nueva York, en Central Park y en una casa de campo de Maine: "Con toda probabilidad, la de su amigo Alexander Calder", dice Herrera. Tienen dos partes perfectamente diferenciadas. Una dedicada a su hijo Rafael, recién nacido, y otra, al mayor, Juan Luis. Este último reconoce nítidamente aquellos momentos pasados del exilio familiar más reciente y los revive, un tanto extrañado, pero rigurosamente concentrado, ahora, 70 años después, en su casa de París.
El primer plano muestra un tren eléctrico: "¡Aquel tren! Me acuerdo perfectamente", asegura Juan Luis Buñuel. "Un día estaba yo tan tranquilo jugando con él y llegaron mi padre, Joan Miró y Calder borrachos. Me echaron de la habitación y se pusieron a usarlo ellos".
Padre y niño a la vez, eterno y severo gamberro, Luis Buñuel no dejó de bascular en la vida con comportamientos, impulsos y reacciones absolutamente contradictorios. El boxeador aficionado a los insectos, el amante de los cócteles, lector voraz, machista y delirante surrealista, pero a la vez padrazo, las expone a las claras en todo su cine. Sin explicación, sin pistas, dejándose llevar por esa máxima que plantó tanto en su vida como en su arte y que se resumía en tres palabras: "Horror a comprender".
Frente a esa frase, en Mi último suspiro, sus brillantes memorias, Buñuel antepone otro rasgo que representa todo un motor en su mente creativa: "Felicidad de recibir lo inesperado". La sorpresa, el sueño, el arrebato, la guía inefable e insobornable de la imaginación como vehículo para crear libérrimamente. Esa era su ley.
Por eso, Buñuel fue muchas cosas en la vida y en la historia del arte. Primero, referente de las vanguardias parisienses de principio de siglo, a las que asombró junto a Dalí con Un perro andaluz y La edad de oro. Pero también padrino inspirador de los autores del boom latinoamericano, que lo idolatraban en México, al tiempo que había dejado huella entre los grandes directores de Hollywood, desde Hitchcock hasta John Ford, o George Cukor y Billy Wilder, que lo agasajaron en su efímero regreso a Los Ángeles.
Allí había ido a parar en varios momentos de su vida. Primero, como aprendiz del oficio a sueldo de los estudios. Fue cuando trabó amistad, por ejemplo, con Chaplin, a quien quiso ayudar a parir gags. Después, en los años malos, como responsable de doblajes al español. Más tarde, como leyenda. Ya con su libertad ganada a pulso y reconociendo que nunca se habría adaptado a aquel sistema de los estudios. Pero sin rencores, sin resquemores. "Mis películas hubieran sido completamente distintas. ¿Qué películas? No lo sé. No las he hecho. En consecuencia, no lamento nada".
Desde la grandeza universal reconocida hasta el aragonés perdido y con dificultades para pagarse el alquiler en una metrópoli que deslumbrara y atemorizara años antes a su amigo Federico García Lorca, no hay tanto trecho. Y siempre un nexo, una cámara a mano con la que matar el gusanillo.
En la primera parte de la película hallada luce un protagonista: Rafael Buñuel. Nada se despista del objetivo. Rafael observa el tren, Rafael toma su papilla, Rafael en el baño... Es el homenaje de bienvenida al mundo a su segundo hijo, nuevo centro del universo doméstico, rodado casi íntegramente en el apartamento de la Calle 83.
Carlos Saura, amigo íntimo del cineasta, con quien se retaba a un pulso en cada encuentro y perdía, dice que la película "refuta muchas verdades preconcebidas". Era un padre preocupado. "Autoritario, pero gran tipo, tímido; un hombre lleno de paradojas, a quien no le costaba convivir con ellas plasmándolas solo en su cine como deseos ocultos, pero no en la vida real".
Junto al niño aparece sonriente su madre, Jeanne, que contó su sacrificada vida de entregada esposa junto al cineasta en Memorias de una mujer sin piano. "A mi madre la recuerdo siempre en la cocina", rememora Juan Luis. Buñuel la había conocido en París en 1925 y mantuvieron un matrimonio de 52 años del que, dice ella, nacieron sus dos "niños del agua": uno, concebido en el baño, y otro, en la ducha.
Los años de Nueva York, con empleos que le mantenían alejado de la vena incesantemente creativa, fueron duros, pero no tanto como para perder la integridad. "Un día íbamos mi padre y yo por la calle, di una patada a una bolsa y aparecieron 50 dólares. En lugar de quedárnoslos, decidió dejarlos en una comisaría. Allí nos dijeron que pasado un plazo legal podríamos reclamarlos. Lo hicimos en cuanto se cumplió el tiempo, y nos dieron el dinero. Con eso, mi padre hizo varias compras".
Los 50 dólares de entonces daban para mucho. Era lo que costaba el alquiler de una casa, que Jeanne describe en su libro: "Consistía en una salita, la cocina, una habitación y un baño. Los niños y yo dormíamos en el cuarto. Mi marido, en el sofá de la sala. No nos importó estar apretados: ¡era nuestra casa!".
Algunos amigos no ayudaban. "Dalí, por ejemplo", recuerda Juan Luis. El desencuentro entre los antaño íntimos de los tiempos de la Residencia de Estudiantes de Madrid ha sido un episodio estudiado a fondo y reconocido por ambos en sus memorias personales.
"Mi padre le pidió dinero, y él respondió que los amigos no se prestan", comenta el hijo. Eso, unido a la denuncia de izquierdista y ateo.
-"lo que era peor en Estados Unidos", comenta el propio Buñuel en su libro-, le costaron el cargo que su amiga Iris Barry le había conseguido en el Museo de Arte Moderno de Nueva York como productor asociado, encargado de supervisar películas de propaganda antinazi a las órdenes de Nelson Rockefeller. "Era un buen puesto. Íbamos a buscarle a un despacho que quedaba justo al lado del Gernica", recuerda Juan Luis.
Hubo un encuentro en Manhattan al que Buñuel acudió con ganas de pegarle. Pero acabaron conversando de los viejos tiempos, los viejos amigos, la famosa orden de Toledo y las salidas por el Madrid nocturno. "Pero después no hubo más", comenta su hijo. El padre reconoció la faceta genial de Dalí por el hecho de serlo, pero también su manía por el exhibicionismo, que le repateaba.
No todo eran decepciones para don Luis. Contaba con muchos amigos cercanos. Del exilio, de las letras y del arte. El escultor Calder y Juan Negrín, hijo del jefe del Gobierno de la República, fueron dos ejemplos cercanos. La segunda parte de la película da prueba de ello. Está dedicada a su hijo mayor y va antecedida de un rótulo que dice "Vanvis Buñuel, 1941". Para Javier Herrera, el encabezado era un misterio. Pero el protagonista lo resuelve al ver el cartel: "Cuando yo era pequeño no me salía bien mi nombre pronunciado. En vez de Juan Luis, decía eso: 'Vanvis'. Así que se le quedó el mote.
Vanvis juega en los columpios, se refresca en una charca para ahuyentar el bochornazo neoyorquino de julio. Vanvis y su padre tratan de cazar una ardilla, luego, el niño sale corriendo hacia una casa perdida junto a un lago, sube al desván con un candil, como en una película de misterio...
La localización de esta parte se sitúa en Central Park y en el paraíso junto a un lago de Maine. Allí se reúnen los Buñuel con Juan Negrín y la actriz Rosita Díaz Gimeno. Juegan al pimpón, al balón volea sin balón y a las damas chinas... Ellas visten pantalones; ellos, camisas amplias de cuadros y sport. "Mientras en España íbamos de negro y con boina, algunos exiliados demuestran cuál es el estilo del país que tuvo que salir fuera de sus fronteras simplemente por la forma de vestir o con un tomavistas", asegura Manuel Gutiérrez Aragón. Era la diáspora moderna, adelantada, bien formada, abierta de mente. Una España que se difuminó y se perdió para el progreso.
La pareja de amigos mantuvo una relación especial con la familia Buñuel. "Juan sabía de los problemas de oído de mi padre y ya le quería operar. Pero él se negó", comenta el hijo mayor de Buñuel. Negrín acabó ejerciendo de neurocirujano en la ciudad. En sus problemas de escucha, seguramente, influyó su afición por disparar armas. "Recuerdo siempre a mi padre disparando fuera de casa o leyendo dentro".
En la segunda parte hay otro personaje que cobra una importancia fundamental. "Rosita era guapísima, muy lista, y Negrín estaba muy enamorado de ella", comenta Juan Luis. Ocurría que, al parecer, su padre también...
Los diarios de Max Aub dan una pista. Buñuel la había conocido en Los Ángeles en el año 1934, doblando películas para la Paramount. Trabajó en teatro y televisión y formó parte del consejo asesor del Departamento de Lengua y Literatura de Princeton. Era muy amiga de Buñuel, tanto, que, de hecho, acabó siendo madrina de Rafael, algo que su madre no vio mal en sus memorias: "Era guapa, con personalidad, a Luis le encantaba. Desde antes eran amigos de Luis, pero yo los conocí en Nueva York... Tenían bastantes joyas. Nos hicimos íntimos".
Incluso llegaron a pensar en abrir juntos un bar, como recogió Fernando Gabriel Martín en El ermitaño errante. La intimidad casi toma otro cariz, tal como Buñuel confesó a Aub en una carta: "En Nueva York, Jeanne vivía bastante lejos, quiero decir, vivíamos bastante lejos, y se ocupaba de los niños. Teníamos poco dinero. Yo trabajaba en el museo y me enamoré de R". Pero luego agregó: "Hoy me alegro de que no pasara nada. Para mí, la mujer de un amigo es sagrada". Aunque hay más detalles añadidos por Max Aub en sus Diarios, siempre con iniciales y refiriéndose a Rosita como R. y a Negrín como J. Cuenta el escritor que Buñuel, años después, todavía la recordaba: "Hablábamos largo rato de R. D., traída a cuenta por Sert. Nada nuevo, algunas precisiones inútiles, pero graciosas: J. en el andén del metro -del tren- de Long Island, y él, con R. Apretujados en el vagón, besándose con afán, por primera vez".
Los Negrín acabaron adaptándose al estilo de vida americano. Buñuel y Jeanne lo habrían, probablemente, conseguido. Pero su destino era seguir haciendo cine. No allí. Si se hubiera quedado en Nueva York, podría haber abandonado el oficio. Pero las denuncias, la precaza de brujas, el ambiente antiizquierdista nada propicio para un integrante del surrealismo, acabó beneficiando su vocación. No sin antes desesperarse, es cierto. Pero el azar, esa gran fe que profesaba Luis Buñuel, su única religión, le tenía marcado otro camino.
Las presiones de un tal Mr. Pendergast, ultracatólico que había tomado más que en serio las confesiones de Dalí sobre Buñuel en la que fue primera entrega de sus memorias -tituladas Vida secreta de Salvador Dalí-, llegaron al Departamento de Estado. Quienes durante un año se habían dedicado a escondidas a defenderle y ahuyentar los golpes para que no le salpicara nada no pudieron seguir. Los ecos de una escandalosa La edad de oro, en la que Buñuel equiparaba a Cristo con el marqués de Sade, eran demasiado. Buñuel decide dimitir, pese a que sus superiores le aconsejan no hacerlo. Dalí no mueve un dedo. "Fue la venganza fría por haberle obviado de los títulos de crédito en aquella película", cree Herrera.
Del despacho del MOMA, con una ciática que le atormentaba y muletas, consigue algo puramente alimenticio como es grabar textos para documentales del ejército americano, distribuidos después por América Latina como propaganda. Furioso, recuerda en sus memorias, se cita con Dalí dispuesto a pegarle. Le dice: "Eres un cerdo. Por tu culpa estoy en la calle". Él responde: "He escrito este libro para hacerme un pedestal a mí mismo, no para hacértelo a ti".
Buñuel se guarda la bofetada. Solo se volvieron a ver una vez. Viejos ya, seguramente liberado él de todo rencor, declara que le hubiese gustado tomarse una última copa de champán con el pintor. Dalí, que lo había intentado repetidas veces sin éxito, responde: "A mí también, pero no bebo".
Los años de Nueva York fueron amargos, pobres y poblados de incertidumbre. Pero también, felices. El documental muestra esa jovialidad, al Buñuel atlético y familiar, jamás dispuesto a renunciar a la mesa de la amistad. Las imágenes son elocuentes. Y muy importantes para el crítico Carlos Boyero, un amante del cine ensimismado por el mundo de Buñuel hasta tal punto, que una vez, adolescente, le persiguió por las calles de Toledo mientras rodaba Tristana. "Esta película recién descubierta me haría gracia si no supiera quién es su autor", comenta. "Las imágenes, con un sabor añejo, hablan de una cotidianidad feliz. Sabiendo que es Buñuel, el creador de algunas de las películas más desgarradas, torturadas, crueles y corrosivas de la historia del cine, descubrir que este hombre cuya cabeza era un volcán, que usaba los sueños para dinamitar las convenciones y constatar que era un padre feliz, un marido complaciente, vete a saber si amante... Verle filmar a su hijo en cosas tan cotidianas como el baño, la papilla o captar sus risas, resulta conmovedor".
Lo mismo que su imagen, tan intensa, inquietante, sorprendido en momentos por la cámara cuando, tanto Juan Luis Buñuel, como Herrera, creen que es Rosita Díaz quien rueda: "Verle ensimismado jugar a las damas chinas", según Boyero, "disfrutando de su plenitud, de su madurez, a quien se sabe iconoclasta y salvaje, convierten estas imágenes en un documento único"
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