Juan Piqueras, pionero de la historiografía cinematográfica española; fundador del primer cineclub en nuestro país (donde se estrenaría en España Un perro andaluz y La caída de la casa Usher de Jean Epstein, entre otras obras de gran importancia histórico-cultural); ayudante de dirección de René Clair; representante de una distribuidora cinematográfica en Francia; máximo experto autóctono en cine soviético. Primer divulgador en nuestro país del cine de la URSS, e introductor en España de películas de Eisenstein, Pudovkin, Olga Preobrazhenskaia, Dziga Vertov, etc.
Figura legendaria de la crítica cinematográfica, amigo de poetas de la Generación del 27; de Georges Sadoul, del pionero crítico Luis Gómez Mesa. Fundador de la primera revista cinematográfica española rigurosa en el análisis crítico y la contextualización de los materiales de que se hablaba (Nuestro Cinema), condenado a la desaparición física e histórica por el fascismo, que lo fusiló, gravemente enfermo él, en un oscuro pueblo vallisoletano –no se está de acuerdo si en Dueñas, Cubillas de Santa Marta o Villamuriel-, sin juicio alguno.
Algunos han afirmado que se le tiroteó en su lecho de convaleciente. Como militante del Partido Comunista, previamente a su captura hallábase preparando la resistencia política y armada contra la sublevación militar.
La única persona que comenzó a interesarse públicamente en España por la figura de Piqueras (porque, irónicamente, en Francia ya era reconocido y valorado por expertos de gran fama y prestigio) fue Juan Manuel Llopis. A comienzos de los 70, en la ciudad natal de ambos, Requena, un joven Llopis osó publicar una broma sobre el olvido deliberado de este personaje por las autoridades municipales. Como resultado, las fuerzas vivas del municipio llamaron a este joven periodista para tomar café juntos: una vez reunidos, le recriminaron su pretendida insensatez y le espetaron que “Piqueras está fusilado y bien fusilado.”
Llopis dimitió de su puesto en la gaceta de festejos de Requena. Comenzó a obsesionarse cada vez más con Piqueras. Durante años recopiló artículos, material e informaciones sobre él, estas últimas a menudo recogidas de antiguos amigos, conocidos y familiares del asesinado, que le hablaban en tono de confidencia, temerosos de represalias. El tiempo fue implacable con muchos de ellos: el director Antonio del Amo, documentalista en la época republicana y divulgador cinematográfico en los años 40, renegaría de su pasado izquierdista y adquiriría una gran fortuna con la realización de la serie de películas de Marisol. Asqueado, acabaría afirmando: “nuestra generación nunca llegó a nada; pero la razón no se puede decir.”
Otro amigo, Juan Antonio Cabezas, ex integrante del PCE, fue sometido a cárcel y vejaciones en la posguerra. Se transformó, según parece, en delator y converso; terminó encumbrándose a mediocre novelista de gran éxito y columnista de ABC.
La cultura que no se pliega a los intereses del Poder, a menudo y como solución, se deforma a golpes represivos.
En una época, los años veinte y treinta, en que ya imperaba –tal vez como hoy- la banalidad en el ejercicio de la crítica, Juan Piqueras fue partidario del rigor metodológico y de la insobornabilidad e incorruptibilidad del profesional. Célebre fue su polémica con el filonazi Fernando Méndez-Leite Von Haffe, crítico corrupto que, según afirma nuestro hombre, cobraba los elogios a tanto el porcentaje.
Tiempo después, cuando el citado Méndez-Leite se había convertido en el máximo historiador cinematográfico oficial del franquismo -ello junto con Fernández Cuenca y Juan Antonio Cavero-, se vengó de unas imprecaciones que no había podido rebatir, acusando a Piqueras de “agente de los rojos de Moscú”, aunque sin citar su nombre directamente, para que al agravio póstumo y forzosamente impune, se añadiese la afrenta del olvido. Un suplantador de Piqueras, admirador y envidioso de su talla intelectual, lo enterraba en cal viva aprovechando la tribuna privilegiada de un medio editorial oficialista de gran difusión entonces: la opusdeísta Editorial Rialp.
Llopis, el primer exhumador de la figura de este crítico, fue cada vez más absorbido por la obsesión. Se hizo con un elegante bastón que perteneció a Piqueras, comenzó a vestir de manera semejante a como él vestía. En 1986 concluyó su extraordinario libro, Piqueras, el Delluc español, biografía y antología de textos, en dos volúmenes. Ese mismo año, Llopis murió. En 1988, sin que su autor pudiera ver publicada la obra culmen de toda su vida, esta fue editada por la Filmoteca de Valencia, cuando aún dirigía la institución el insigne Ricardo Muñoz Suay.
Piqueras, hijo de molineros, tuvo que abandonar el colegio a los ocho años de edad, para trabajar con su hermano en la dura tarea de la recogida de rosa del azafrán. Autodidacta, funda su primer periódico a los dieciséis años. Poco después, se convierte en poeta, tertuliano bohemio, representante de una casa de rótulos luminosos. En 1924 ya es crítico cinematográfico. En 1925, funda la revista Vida cinematográfica. En plena dictadura de Primo de Rivera, ya comienza a difundir el cine soviético en España.
Ante el desprecio al que es sometido el cine, él opone constantemente palabras proféticas, parejas a las del francés Louis Delluc: se trataba de un medio que ya había alcanzado, y seguiría logrando, auténticas cimas de la expresión artística, razón por la cual merecía una especial atención crítica, teórica e historiográfica.
Pocos años después, ya es reconocido como el máximo crítico y divulgador cinematográfico de nuestro país, y se mezcla con lo más granado de la intelectualidad: Gómez de la Serna, Lorca, Alberti, Buñuel.
En 1932, funda la revista Nuestro Cinema, Cuadernos internacionales de valorización cinematográfica, bajo cuya égida se aúnan talentos de variopintas procedencias e ideologías: Manuel Villegas López, Carlos Serrano de Osma, Luis Gómez Mesa, César Muñoz Arconada, entre otros.
En la Requena antifascista de la guerra civil, se dedica una calle con placa conmemorativa a Juan Piqueras. A la entrada de los fascistas en la ciudad, el nombre de tal calle es cambiado, y la placa, destruida. La esposa y familiares de Piqueras queman sus escritos por miedo a la represión. Como dijo Llopis: “Y la mierda, la gran mierda, nos manchó a todos los que, de una u otra forma, fuimos cómplices cobardes de ese miedo que nos llevó al olvido; a la vergüenza y al delito del olvido… (…) Y es muy posible que, a campo abierto, bajo la luz, la noche y el viento, en el gran cementerio sin fronteras, sus huesos y su sangre sigan alimentando los rubios trigos de su origen campesino (…)”
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